Sentado en el sofá
con las piernas cruzadas,
la habitación en penumbra
y el teléfono desconectado
para que no me moleste nadie,
emprendo el regreso
a mis dieciséis años.
Sendero abajo,
allá en el fondo de mi mente,
voy encontrando el recuerdo,
ya casi olvidado,
de esa edad difícil
en la que asomaba por primera vez
a la vida.
Vuelvo a la casa de unos padres
que no parecían muy felices
y parecían vivir el matrimonio
como una guerra indigna.
Yo también viví una guerra...
No fue la de mi padre
que perdió a su padre, el republicano,
cuando sólo tenía cinco años.
la mía no fue tan cruel,
pero de todas formas, me hizo
infeliz.
De noche, cuando me despertaban sus broncas,
sentía en el corazón resentimiento
y ganas de morir
y dejarles a ellos solos
amargándose la vida.
Recuerdo intensamente
el placer de la soledad.
Soñaba muchas veces
con estar solo en el mundo...
El viejo sueño de la adolescencia
de vivir en libertad.
Y estaban también
los libros, con sus mundos inventados
que me daban envidia
y me exaltaban a la aventura
y a la rebelión.
El mundo real, indiscutiblemente,
no estaba hecho
para que yo viviera en él.
Si al menos
me hubiera ido bien en el colegio.
pero, ¿qué me importaban a mí
todos esos conocimientos
que los profesores se empeñaban
en hacerme comprender?
Aquel invierno,
yo también me escapé de casa,
también odié a mi padre,
busqué la comprensión
de algún amigo
y grité de rabia.
De aquel rencor de entonces
me queda solo la vergüenza
de no haberlo sabido
hacer mejor.
Espero, con paciencia,
que mi hijo de dieciséis años
comprenda, con el paso de los años,
igual que yo hago ahora,
el profundo amor de su padre,
y se reconcilie con él,
aunque sea leyendo estas palabras
que escribo hoy
para decirle
que yo también lo siento.