
Séneca había sobrevivido
milagrosamente hasta la vejez
a todas las conjuras
e intrigas de los césares,
sus mujeres y familiares,
senadores, cónsules y pretores
y a toda la máquina del poder imperial
que aplastaba inmisericorde
a quien caía ante ella.
Pero finalmente
es condenado a muerte
y ni siquiera puede hacer testamento
porque todos los bienes de alguien
que es acusado de traición
son confiscados.
Se le permite, sin embargo,
darse muerte a sí mismo
cortándose las venas en una bañera
de agua caliente
o envenenado con cicuta.
Es hora de poner en práctica
por última vez
el estoicismo que ha predicado
a lo largo de su vida
y en sus obras.
Sin toga, ni brazaletes de oro,
desnudo,
con los cabellos blancos en desorden,
entra en el agua, triste,
lamentando, no su desgracia,
sino la de su esposa
y todos los familiares
que caerán con él.
El cuchillo abre sus viejas venas
y el agua comienza a teñirse de rojo.
Por su mente
pasan escenas de verano
al sur de Italia, en Alejandría
o en su amada Hispania.
Orgulloso, como un héroe,
espera a la inquietante muerte
que aún tarda en presentarse.
Por fin,
se duerme profundamente
y muere.
No soy Séneca
ni jamás alcanzaré su gloria
eterna.
Cuando llegue el momento,
tendré que morir
a mi manera.
Espero, al menos,
tener el mismo aplomo.