
No había nada por lo que sonreír,
de eso estaba seguro.
Por aquel entonces,
no me iba nada bien:
sentía el rechazo del mundo
y por dentro estaba lleno
de rabia y de odio.
En algún libro de texto,
no recuerdo en cuál,
había una reproducción de la Mona Lisa.
La cara de aquella mujer
tenía un aspecto muy tranquilo.
Parecía la bondad personificada.
Yo la miraba como hipnotizado.
Entonces, cogí un bolígrafo
y comencé a pintar sobre el retrato
para sacar toda mi furia.
Cuando terminé,
la dejé como si le hubiera dado
una auténtica paliza.
Ella, por supuesto,
había perdido su sonrisa.